Isabel ha sido siempre una mujer entregada. Entregada a su familia, a su trabajo, a las necesidades de los demás. Pero durante mucho tiempo, esa entrega no incluía a sí misma. “Nunca he visto el mal que me estaba generando yo también”, confiesa. Su vida, como la de muchas mujeres migrantes, ha estado marcada por el esfuerzo constante, la vulnerabilidad ante diversos abusos, por la urgencia de sostener, de cuidar, de sobrevivir. Y en ese camino, el cuerpo y la mente comenzaron a pasar factura.
Antes de participar en el proyecto de salud integral, Isabel estaba colapsada, como resultado de las contantes injusticias que su vida ha atravesado, vivía atrapada en una telaraña invisible. Aunque no tenía un empleo formal en ese momento, su día estaba lleno de tareas, citas médicas, responsabilidades familiares. “Aunque uno no está trabajando, no es que te puedes quedar en casa tranquilamente… siempre estás involucrada”, dice. El dolor físico, que ella asocia con una posible enfermedad crónica, que se intensificaba con el frío. La menopausia, la crianza tardía de su hija, la preocupación constante por la situación económica familiar… todo se acumulaba en su cuerpo como una carga silenciosa.

Fue en ese contexto que Isabel decidió participar en el proyecto. Lo que encontró allí fue más que un espacio de formación: fue un lugar para respirar. “A veces hago las respiraciones o alguna cosa de lo que nos decía en yoga… aunque no puedo hacerlo siempre, me gustaría convertirlo en un hábito”, comparte. Las sesiones le ofrecieron herramientas para reconectar con su bienestar, para entender que el cuidado propio no es un lujo, sino una necesidad vital.
Lo que no quiero es perder la esperanza, la alegría y la salud.
Pero lo más transformador fue el espacio de encuentro con otras mujeres. “Dolores nos hacía que nos encontremos, que nos abracemos… y yo me sentía muy cómoda porque en el fondo eso es lo que me gustaría”, recuerda con emoción. En un mundo que ella percibe cada vez más frío y distante, el proyecto le devolvió la calidez de la comunidad, el valor de la escucha, el poder de compartir.

Isabel también comenzó a mirar hacia dentro. A reconocer su sensibilidad, su historia, sus heridas. “Siempre he sido como una llave para unir a mi familia y la de mi marido… pero últimamente eso ha fallado, y me ha dolido mucho”. El proyecto le permitió expresar ese dolor, abrirse poco a poco, dar “pinceladas” de lo que llevaba guardado. Y en ese proceso, comenzó a entender que no todas las personas son iguales, que no puede esperar que el mundo responda como ella lo haría. “Lo que no quiero es perder la esperanza, la alegría y la salud por más difíciles que sean las circunstancias, no podemos perder la salud y la alegría¨, dice con honestidad. Su reflexión es profunda: muchas personas que hoy viven en la calle, que han sido abandonadas, quizás solo necesitaban una mano, una escucha, un espacio como el que ella encontró.
Hoy, Isabel está enfocada en nuevas metas. Ha comenzado clases de informatica, con la esperanza de dejar atrás el trabajo físico que su cuerpo ya no resiste. Y aunque sigue enfrentando dolores, preocupaciones y desafíos, ha aprendido a valorarse. “Ahora es cuando he empezado a valorar eso… antes ni siquiera se me pasaba por la cabeza”, admite.

Su mensaje para otras mujeres es claro y poderoso: “A veces la gente solo se enfoca en hacer dinero y se descuida de sí misma… pero lo fundamental es ponerse como meta a una misma”. Isabel sabe que, si hubiera tenido acceso a estos espacios antes, quizás su camino habría sido distinto. Pero no habla desde el reproche, sino desde la experiencia vivida. Y con esa sabiduría, invita a otras a aprovechar lo que ahora existe, a cuidarse, a escucharse, a sanar.
Porque como ella misma dice, este proyecto fue un salvavida que le permitió vaciar un vaso que estaba desbordado. Y Isabel, con su historia, nos recuerda que el cuidado propio no es egoísmo: es resistencia. Es volver al centro. Es volver a casa.